lunes, 5 de diciembre de 2011

Cultura Vampírica


¿Qué hacen los muertos por la noche? ¿Qué sienten en su sofocante lecho de tierra? ¿Qué desean los muertos? Esas preguntas han visitado la imaginación de los humanos desde la noche de los tiempos y, entre las especulaciones religiosas y los argumentos racionalistas, siempre ha surgido una posible respuesta capaz de helar el corazón: los muertos desean la vida, odian a quienes les sobrevivieron y aprovechan la oscuridad, el reino de las sombras, para regresar de la tumba y atormentar a los vivos. El hombre ha buscado siempre cómo nombrar al miedo. Y enfermedades, desapariciones y muertes de dificil explicación se han cargado desde antiguo en la cuenta tenebrosa de los muertos que regresan del más allá, ansiosos de sangre: los vampiros.
La biografía del vampiro se hunde en el pasado de la especie humana y en el pantano de sus miedos. Pero al igual que el miedo tiene muchos rostros, el vampiro ha recibido muy diferentes nombres en tierras de todo el mundo, aunque uno de ellos, que ahora cumple cien años, se haya convertido en su emblema: Drácula.
El 20 de mayo de 1897, la puerta del lóbrego castillo de los Cárpatos donde habita el conde Drácula se abrió por primera vez, con horrísono chirrido, y su alta figura encorvada, pálida y vestida de negro pronunció también por primera vez las engañosas e inquietantes palabras: Bienvenido a mi casa! Entre libremente y por su propia voluntad!... Yo soy Drácula". En esa fecha el escritor irlandés Bram Stoker, amante de las ciencias ocultas y miembro de la sociedad esotérica Golden Dawn, publicaba una novela que iba a consagrar literariamente la figura del vampiro y a convertir a Drácula en un moderno mito terrorífico. La realidad del siglo XX, que debía inaugurarse tres anos después, ha derrochado desde entonces muerte y destrucción cual si no fuera otro su propósito que aplacar la insaciable sed de sangre del conde transilvano.
Pero la biografía del vampiro se remonta en el tiempo mucho antes del éxito novelístico de Stoker. No es la biografía de un personaje literario, sino la de un ser sobrenatural en cuya existencia han creído generaciones de seres humanos. Durante el siglo XIX el vampiro se había convertido en un personaje más de la estética romántica, motivo de deleitosos sobresaltos y escalofríos regocijantes. El secretario del poeta Lord Byron, John William Polidorí, publicó su relato el vampiro en 1819, inspirándose en su admirado patrón para trazar el retrato de un vampiro aristócrata, frío, distinguido y canalla, llamado Lord Ruthven. Un primer molde del moderno vampiro. Y en 1872, Sheridan Le Fanu trazaba el gran retrato literario de la vanipiresa en su no vela Carmilla, donde daba cuenta de la ritual ejecución -una certera estaca clavada en el corazón- de la bella y temible condesa Mircalla, un siglo antes, el mito del vampiro no era cosa de diversión y entretenimiento. En pleno Siglo de las luces buena parte de Europa vivió lo que se ha llamado epidemia de vampirismo y el abate Calmet, en su Tratado sobre los vampiros publicado en París en 1746, se mostraba sinceramente convencido de que "desde hace alrededor de unos sesenta anos, una nueva escena se ofrece a nuestra vida en Hungría, Vioravia, Silesia, Polonia: se ven, dicen, a hombres muertos desde hace varios meses que vuelven, hablan, marchan, infestan los pueblos, maltratan a los hombres y a los animales, y chupan la sangre de sus projimos" La Europa profunda temblaba ante la epidemia, y la palabra vampiro aparecía por primera vez para nombrar aquello que los campesinos centroeuropeos llamaban con diferentes nombres desde hacía siglos. En tierras de Bosnia, el blausauger, el chupador de sangre, carecía de huesos y era capaz de transformarse en rata o en lobo, propiedad ésta que compartía con el farkaskoldus de Hungría y el Vlkodlak de Serbia. El bruculacas de Grecia despedía además un insoportable hedor y su piel, al igual que el vampiro serbio, era tirante como la de un tambor y rojiza. Había vampiros infantiles, como el kuzlak serbio, que se formaba a partir de un niño lactante arrancado a su madre y cuyo comportamiento era más molesto que terrible; y como el moroï rumano, formado a partir de un recién nacido muerto por su propia madre antes de ser bautizado. El moroï amen de su devoción por la sangre, era el causante del granizo pues, según afirmaban los campesinos rumanos, al bombardear la tierra esperaba poner al descubierto su tumba oculta y mostrar así al mundo el crimen del que había sido víctima.
Había vampiros con un solo orificio en la nariz, como el Krvopijac búlgaro y
Los había con extrañas deformidades, como el strigoi rumano que podía tener patas de oca, de cabra o de caballo. El upir ruso tenía la lengua en forma de aguijón. Y el liuvgat albanes, para que no cupiera duda sobre el origen de los miedos locales, tenía aspecto de turco y caminaba sobre unos altísimos tacones. La península balcánica era, pues, un hervidero de vampiros, y los medios para combatirlos eran también de lo más variado. Trocearlo y hervirlo en vino, en el caso del burculacas. Poner sobre su ataúd una rama de rosal silvestre, en el caso del krvopiíac; o de espino, en el del kuzlak. Al vlkodlak esa rama de espino se le tenía que meter en el ombligo y, luego, prenderle fuego con una vela usada para velar a un muerto. 
De dónde venía tanto miedo a los chupadores de sangre? De la sagrada consideración de la sangre como creadora de la vida eterna la sangre del dios Bel, creador del mundo en la mitología de la antigua Babilonia. La sangre de Cristo en el ritual cristiano. Incluso el consumo del vino adquiría el valor metafórico de la sangre bebida como han señalado estudiosos del mito vampírico, como Román Gubern en Las raíces del miedo, hay también en la imagen del vampiro que chupa la sangre de su víctima una transposición del acto sexual, una niezcía de atracción morbosa y repulsión hacia el sexo. En los ataques del famoso conde Drácula, afirma, "cualquier persona familiarizada con el simbolismo onírico y la interpretación freudiana del mismo, no tendrá dificultad en reconocer la descripción simbólica de un coito". El mito del vampiro tiene, sin embargo, otras raíces que se alimentan directamente de la Historia. Los casos terribles y reales de nobles que gustaban alimentarse de sangre marcaron sin duda la imaginación de su tiempo. En el siglo XV, el bretón Gilles de Rais, compañero de armas de Juana de Arco, asesino a varios centenares de niños con el fin de obtener con su sangre la piedra filosofal que le hiciera inmortal. Y en busca también de la inmortalidad, un siglo después la condesa húngara Erszebet Bathory sacrificó a 610 doncellas para bañarse en su sangre. La misma novela de Drácula tornaría su nombre de un personaje histórico, el príncipe rumano Vlad Tepes, mas conocido como Vlad el Empalador.
El vampirismo, aunque extendido por Europa, también había arraigado en otras remotas tierras, con idéntico temor al retorno de los muertos chupadores de sangre. En tierras africanas, los espíritus de las brujas, llamados adzes, volaban con forma de luciérnaga hasta el lecho de sus víctimas, y los kinoly de la isla de Madagascar rondaban los poblados, con sus ojos rojos y sus largas uñas. Otra península, Indonesia, nada tenía que envidiar en tierra de Asia a los Balcanes: allí las terribles langsuir; mujeres muertas durante el parto, codiciaban la sangre de niños y embarazadas. Y la milenaria China sufría el ataque de los ching shih, de garras feroces, ojos enrojecidos y largas melenas verdosas, y de los kiang si que, cubiertos de pelo blanco, eran capaces de chupar en pocos segundos toda la sangre de los caminantes que asaltaban en los senderos. Tan sólo en la India se daba una clase de vampiro que no era enemigo jurado de los vivos: vetala, habitante de los cementerios que gustaba de dar buenos sustos haciendo que los cadáveres parecieran resucitar; pero del que era posible incluso hacerse amigo. La publicación de la novela de Stoke cambió el rumbo de la biografía del vampiro. Drácula saco del mundo rural la vida de ultratumba del vampiro y la hizo discurrir por el universo visual del cine sustituto contemporáneo de los cuentos de vieja de antaño. Calvo, siniestro, turbadoramente sexual, homosexual, en este caso, se transformó en Nosferatu, el vampiro, en el filme de Murnau de 1921, una representación que repetiría décadas después Werner Herzog en su película de igual título. Pero el cine sobre todo de la mano del actor Bela Lugosi, fijó la imagen don juan esa de Drácula, repeinado y capa al viento en la literatura, nuevos vampiros venido también a disputar al viejo conde su reinado de terrón Richard Matheson, en Soy leyenda, convertía a la humanidad entera en vampiros. Y George R.R. Martin y Anna Rice han buscado en los Estados Unidos de los siglos XVII y XVIII vampiros problemáticos que viven  su condición con dolor y remordimiento. Ya no recorren el mundo epidemias de vampiros, como su cediera en el siglo XVIII, aunque tampoco han faltado quienes han querido llevar a la realidad la sangrienta pasión de Drácula. Tal fue el caso del joven puertorriqueño Salvador Agrón que, en la década de 1950, se dedicaba a matar mujeres envuelto en un manto negro. El miedo, como siempre, sigue haciendo nido en el corazón de los hombres y la sangre, una vez más, subyuga y aterroriza la imaginación, aunque en esta ocasión tome la más prosaica denominación de VIH, el temible virus del SIDA. Quizá, a fin de cuentas, el vampiro se haya limitado tan sólo a cambiar de nombre.